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Periodismo y memoria

Rodolfo Walsh: el poder de la palabra

A 40 años de su asesinato y desaparición, una crónica acerca de los últimos días del periodista que resignificó el oficio de escribir. Incansable en su accionar y autor clave de la literatura argentina, su legado perdura y se solidifica para distintas generaciones.

 

Por Francisco Delfino

Beto se despide de Bety hasta el día siguiente. Mientras Beto se dirige hacia la parada de colectivos, Bety ve como el hombre se aleja llevando bajo el brazo un maletín negro con las copias de una carta y un boleto de compraventa. Bety irá a quedarse a la capital con la idea de regresar al otro día con Patricia, la hija de Beto, a la casa que hace tres meses compraron en San Vicente. Beto tiene pensado volver esa misma tarde. Pero no lo hará. Una hora después de despedirse de su compañera, en la tarde del 25 de marzo de 1977 en la esquina de San Juan y Entre Ríos, Beto fue asesinado.

Operación camuflaje

Rodolfo Walsh y Lilia Ferreyra llegaron a San Vicente en enero del 77. Nueve meses de dictadura le habían bastado a Walsh para comprender que la guerra contra el Estado terrorista era una guerra perdida y que en Buenos Aires se cerraba una espiral asfixiante de la cual era mejor escapar. En septiembre del 76, su hija Victoria, oficial segundo de Montoneros, al encontrarse rodeada por un Grupo de Tareas de 150 militares, se suicidó en una terraza de Villa Luro cuando comprobó que no tenía más municiones. “Mi hija estaba dispuesta a no entregarse con vida. Era una decisión razonada. Conocía por infinidad de testimonios el trato que dispensan los militares a quienes tienen la desgracia de caer prisioneros (…) Sabía perfectamente que en una guerra de esas características el pecado no era hablar sino caer” escribió Walsh en “Carta a mis amigos”. En diciembre del 76 comenzó a escribir la “Carta Abierta de un escritor a la Junta Militar”. Una casa sin luz eléctrica ni agua corriente fue el espacio donde realizó ese texto.

Un hombre de apellido Matute le había vendido esa casa al señor Freyre o a quien creía que era Freyre. En realidad, Freyre era el nombre que utilizó Walsh para investigar los fusilamientos de José León Suárez en 1956 y que ahora le servía para la compra de la casa de Vicente López. Allí se instaló con la idea de volver a la tierra. Rodolfo Walsh nació en 1927 en Lamarque, Río Negro. Era hijo de un trabajador rural y sabía en qué consistía el oficio de sembrar y cosechar. Cuando llegó a su nueva casa se presentó a los vecinos, junto a Bety su mujer, como profesor de inglés y jubilado. Desde afuera, la casa se veía humilde y tranquila. Adentro, Rodolfo y Lilia hacían planes.

La vida interior se acomodaba a un tiempo diferente. Se levantaban temprano y la noche tardaba en llegar. Las actividades eran pocas pero intensas: la escritura, el trabajo en la tierra con la ayuda de los vecinos, mantener el contacto con los cuadros de Montoneros, jugar al Scrabble. En una máquina portátil Olympia, Walsh escribía de noche y corregía de mañana. Para el 24 de marzo, a un año del golpe de Estado, Walsh quería tener finalizada su “Carta abierta” y también el cuento “Juan se iba por el río”. Luego de trabajar durante todo el verano, finalmente llegó el día. Durante la mañana de ese 24 de marzo, Walsh estuvo arreglando la huerta junto a unos vecinos. Recién al anochecer terminó de pasar las primeras diez copias. La tarde siguiente sería el día de la distribución. Y también el día de su muerte.

“Me da la impresión que cuando escribe la Carta Abierta sabe que tiene los días contados, que las posibilidades de escapar son mínimas. El había salido de la ciudad porque veía que Buenos Aires era un territorio cercado, pero sabía que tenía muy pocas posibilidades de sobrevivir”, señaló Patricia Walsh, la hija menor de Rodolfo, ex diputada de la Nación. En la Biblioteca Nacional hay una colección de la revista Leoplán. En uno de sus números hay una nota cuyo título dice “¿Usted qué haría si le quedaran cinco minutos de vida?”. Debajo de la fotografía de distintos escritores e intelectuales aparece citada la respuesta. En la de Walsh figura una palabra: “Testamento”.

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Último acto

El 25 de marzo al mediodía Walsh y Ferreyra salieron juntos pero se separaron enseguida. Lilia fue a comprar la carne con los que al día siguiente recibirían a Patricia, su esposo, su hija María Eva y su bebé recién nacido, Mariano. Con Lilia en la carnicería, Rodolfo se encontró con Matute, quien le dio el boleto de compraventa de la casa. Walsh lo guardó en su maletín junto a las copias de la “Carta Abierta”. Pasada las 12 hs estaba nuevamente junto a Lilia en la estación de San Vicente, listos para tomar el tren. No había tiempo de volver a la casa y dejar allí la documentación. Llevar ese papel encima fue un grave error para alguien que no solo no quería dejarse atrapar sino que además llevaba una vida entrenado en la fuga.

Alrededor de las 13, Rodolfo y Lilia llegan a Constitución. Tras confirmar las tres citas del día por teléfono, despachan las primeras copias de la carta en diferentes buzones de la zona. Después se despiden. Mientras Beto se dirige hacia la parada de colectivos, Bety ve como el hombre se aleja llevando bajo el brazo un maletín negro con las copias de la carta y un boleto de compraventa. Lleva puesto una guayabera beige, pantalón marrón, mocasines, anteojos con marco de metal y sombrero de paja.

La primera cita era con José María Salgado en la avenida San Juan entre Sarandí y Entre Ríos, en el barrio porteño de San Cristóbal. Hay dos versiones acerca de ello. La primera, que Salgado, cuadro montonero colaborador de Walsh, vendió esa cita después de ser brutalmente torturado. La otra versión afirma que Walsh recibió una carta de la esposa de un hombre de apellido Coronel, miembro de Montoneros que había caído en el mismo enfrentamiento que su hija Victoria. La mujer decía que había quedado sola con dos hijas y que la organización no la ayudaba. Su presencia en la zona pudo haber tenido la intención de una ayuda.

Rodolfo Walsh estuvo en lo que él creyó era el lugar indicado a la hora indicada. Allí lo esperaba el Grupo de Tareas 3.3.2 con base en la Armada y a cargo de Jorge “El Tigre” Acosta. Para la ESMA, Walsh era el jefe de Inteligencia de Montoneros. En realidad, tenía rango de Oficial 2º, dos escalafones debajo de esa jerarquía. Walsh representaba una especie de botín y había que extremar las medidas para capturarlo con vida. El periodista, que ya había tomado la decisión de morir antes de ser capturado, había desechado la opción de la pastilla de cianuro porque sabía que, para que surtiera efecto, precisaba de tiempo y que los grupos de tareas contaban con inyecciones vomitivas que evitaban el suicidio. Sin embargo, llevaba una Walther PPK calibre 22, un arma pequeña y liviana. El Grupo de Tareas integrado por miembros de la Policía Federal, del Servicio Penitenciario, de la Prefectura Naval, del Ejército y de la Armada, cercó la esquina de San Juan y Entre Ríos. Y esperó.

Un muerto tan muerto, un muerto tan vivo

Nunca se supo quién de sus asesinos, a las dos de la tarde, lo vio pasar y le gritó “¡Alto, policía!”. Eso le dio tiempo a Walsh de correr unos metros, esquivar el tacle de Alfredo Astíz (miembro del GT 3.3.2), desenfundar su arma y disparar desde atrás de un árbol. Sus balas eran la garantía de su muerte. “Nunca vi un muerto tan muerto, de tantas balas” confesó Martín Gras, sobreviviente de la ESMA y uno de los testigos que vio el cuerpo acribillado de Walsh en un sótano de la Escuela de Mecánica de la Armada.

“Si mi padre no hubiera llevado el boleto de compraventa encima, lo podrían haber asesinado, desaparecido, pero nunca hubieran encontrado la casa de San Vicente. Ese error, determinó que se perdieran papeles de un valor muy grande, sin contar que puso en riesgo la vida de Lilia, la mía y la de mi familia, que fuimos a San Vicente al día siguiente y por unas horas no nos cruzamos con sus asesinos”, reflexionó su hija Patricia. A las tres de la madrugada del 26 de marzo, un Grupo de Tareas, quizás el mismo que había acribillado a Walsh, llegó hasta San Vicente, encendió las luces, cargó sus armas y dio la voz para que todos salieran de la casa. La que salió fue una vecina en estado de pánico. El GT se había equivocado. Los militares preguntaron por la casa de un profesor de inglés. Era al lado. Después de vaciar todo, de llevarse papeles, documentos y un Fiat 600, los militares destruyeron la casa. Cuando se fueron, los vecinos se acercaron lentamente. Solo quedaban ruinas. Cuando a la mañana Lilia volvía a San Vicente, antes de bajarse del auto del marido de Patricia, se sorprendió de no ver, a lo lejos, el humo del asado. Pidió bajarse sola y que no apagarán el motor. Menos de un minuto le bastaron para darse cuenta que Walsh ya estaba muerto.

Como escritor y periodista, Rodolfo Walsh tuvo una inigualable capacidad para adelantar, en acto y texto, el tiempo histórico. No se trata que nadie contó los hechos como él sino que nadie los ha contado con ese resplandor de anticipación (lo atestiguan Operación Masacre y ¿Quién mató a Rosendo?). Walsh comprendió que en Argentina cubrir noticias de política sería cubrir, también, noticias policiales. Durante sus últimos meses resignificó su puesto de combate. La escritura hacia fuera (la Carta Abierta) y la escritura hacia dentro (los documentos críticos a la conducción de Montoneros) fueron los últimos resultados de esa nueva significación. Con los años, Rodolfo Walsh se transformó en una referencia ineludible en las carreras de Comunicación y Periodismo y sus libros forman parte del manifiesto de la literatura argentina. Entre el jubilado que plantaba almácigos de lechuga y el soldado que había tomado las armas hubo un hombre que nunca abandonó su lugar: ese del cual estaba convencido que era su lugar./ AC-FACSO