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Especial: Indio Solari en Olavarría

La entrada es gratis, la salida vemos

Un relato vivencial del mayor recital de la historia argentina que se convirtió en la muestra más cabal de desorganización y desidia. De la euforia y emoción al miedo y desesperación en un par de canciones.

 

Por Francisco Delfino

Dudé pero fui. Días hablando con amigos, compañeros de trabajo y conocidos me terminaron de convencer y me dio la idea necesaria de precaución. El sábado salí temprano de mi casa. En Avellaneda y Pellegrini comenzaba la procesión. La fiesta contagiaba y entre la lluvia comencé a cantar las mismas canciones que escuchaba durante mi adolescencia. Avance como pude siendo consciente que en la paciencia estaba la clave. En línea recta camine esquivando puestos de ventas que iban desde remeras hasta llaveros. Busque caras conocidas pero era imposible. En realidad me costó mucho distinguir mí alrededor. Tal es así que no encontré el puesto de venta de entradas sobre la calle Rivadavia. Pregunte a alguien que parecía hacer una fila. Me dijo que la cola para las entradas llegaba hasta “9 de Julio o 25 de Mayo, una de esas”. Volví nuevamente hacía atrás y espere al final de una larga cola que se iba incrementando minuto a minuto. Llovía. Pero cantaba y saltaba. ¿Qué me podía importar el agua?

“Los que van a sacar entradas muestren el efectivo” grita uno de seguridad privada. Obedecemos pero no se avanza. El sol amaga con salir pero la llovizna persiste. Me considero un privilegiado de tener el espectáculo musical más grande de la historia argentina tan cerca de mi casa, en la ciudad en la que vivo. Pienso, también, en que la ciudad es una fiesta llena de gente disfrutando. Algo que me llamo mucho la atención, aunque no parecía ser necesaria, fue la escasa presencia policial y de seguridad privada. Tras una hora de espera distinguí el puesto de venta de entradas. Pero la fila parece no querer avanzar. Los chicos correntinos que están detrás mío me cuentan su aventura. En esos minutos nos hermana el ser parte de algo maravilloso. El mismo hombre de seguridad privada nos vuelve a gritar que tengamos el efectivo en la mano. Y que lo mostremos. Llega mi turno, compro la entrada y la guardo para conservar el recuerdo del agua o del barro. Saludo de lejos a los correntinos y me pierdo entre la masa.

Camino contento pero algo confundido. En mi vida vi tanta gente. Pero evito caer en análisis y sigo cantando y saltando. Quiero llamar a mi hermano, vecino del cercado barrio Los Robles. Pero no tengo señal, no hay sistema, no hay nada. Cuando consigo que el teléfono suene le digo que estoy en Avellaneda y Vicente López. A los 5 minutos nos encontramos. Ingreso al barrio mostrando la entrada y el DNI que acredita mi parentesco. Sería la última vez que alguien me pida algo.

Ya en el micro-mundo de Los Robles puedo tomar una mínima distancia y ver la masa que avanza, canta, grita, celebra. Pero que fundamentalmente es feliz. Con cámaras en mano comenzamos a filmar esa fiesta que promete ser histórica y memorable. La gente nos saluda y varios vecinos de Los Robles le dicen a los chicos y chicas “Bienvenidos, bienvenidos”. No hay resabios de disgusto ni descontentos. Todo es una fiesta compartida. Las horas pasan y el cielo muta de un gris a un celeste pasando por un rosado. Sigue entrando gente de manera continua que no parece tener principio ni fin. Cae el sol. Y se acerca la hora de mi ingreso.

“Cuando suene Ji ji ji, andate” le digo a mi hermano quien entraría promediando el show sin entrada. Nos abrazamos y despedimos. Era vox populi que al tercer, cuarto o quinto tema las puertas se abrirían. Como también era sabido que al menos vendrían a la ciudad 300 mil personas. Paso por el costado de una valla y avanzo hacia los accesos. “Puerta 1 a 6” dice mi entrada. Tengo más cerca la 6 pero no hay nadie que la pida, ni corte, ni mire, ni haga un cacheo. No hay nadie de seguridad. Ingreso al predio mirando para atrás. Ya no distingo los accesos que luego serían salidas. Ya soy parte del océano de gente, de esos cientos de miles que cantan, se abrazan y lloran. El naranja fluor hace resaltar a los pocos miembros de seguridad privada. Me acerco a uno de ellos para mostrarle mi entrada intacta. “Tenemos ordenes de liberar los accesos. Arranca la primera canción y nosotros nos vamos. ¿Vos cómo controlarías todo esto?”, me pregunta a modo reflexivo. De repente desaparece. Y suena el primer acorde, comienza “Barbazul versus el amor letal” y todo es emoción. Mi adolescencia, los primeros discos, el espíritu de Patricio Rey me invade. No llego a distinguir la figura de Solari mientras el sonido se pierde. A mi alrededor hay celulares en igual cantidad que banderas. Se me acerca un chico preguntándome si esto era “el predio del recital”. Le digo que sí, que ya está adentro. “¿Estoy adentro?” me dice y su cara ante mi respuesta tendría algo de lógica con el correr de los minutos.

Intuyo que algo pasa y busco resguardo. Me traslado como puedo desde una de las últimas torres hasta un extremo del predio. Un tablón de madera negro es la primera contención que encuentro. Dentro del océano soy parte de un pequeño núcleo de 15 personas: madres con bebes, una familia y parejas. Nos miramos en clara señal de resguardo. Se suceden algunas canciones y llega el primer corte luego de “Ropa Sucia”. Algo pasa. El Indio grita y pide que la gente se corra, que deje espacio y dice algo de 7 o 9 boludos. No escucho bien. Visualizo un cuchillo tirado en el piso detrás mío y decido esconderlo y taparlo entre el barrio. “Hace años que lo sigo y nunca lo escuché así”, me dice un señor abrazado a su mujer. Su cara me trasmitió miedo. Las emociones ya se habían mezclado.

AFP

La interrupción forzada, al menos en mi caso, terminó de cortar el clima de fiesta y alegría. El aire se enrareció. La gente seguía ingresando de a miles sin ningún tipo de control pero asimismo, y por el mismo lugar, eran otros cientos los que decidieron abandonar el recital: algunos por propia voluntad y protección, otros lastimados o desmayados. Ya no había retorno. Una pareja que estaba a mi lado se despidió. “Chau Indio, nos volvemos a Salta. Prefiero vivir”, dijo al aire un hombre con más tristeza que bronca. Las canciones siguieron sonando pero se sucedían distintos parates. Sinceramente no recuerdo siquiera el orden. Ahí me di cuenta que el espectáculo al cual había ido a disfrutar había quedado en un segundo o tercer plano. Nos estábamos cuidando entre nosotros y no porque lo pidiera el propio Indio durante la semana sino por el solo hecho de querer vivir y ayudar al que estaba al lado.

Cuando comenzó “Ji ji ji” salí del predio. Esquivando gente tirada y evitando el choque con los cientos que seguían entrando a “La Colmena”. No recuerdo cómo llegué a la calle Avellaneda. Ahí me esperaba un embudo que provocó estupor y caos. Avancé como podía. Luego de cruzar la avenida Pringles sentí cierto alivio. Trate de ayudar a algunas personas perdidas, buscando lugares sin referencias (“Una panadería frente a una plaza”) o calles que estaban en la otra punta de la ciudad (cercanas a la ruta 226).

Es muy paradójico que entre cientos de miles de personas nos hayamos sentido, como nunca en nuestras vidas, tan abandonados y librados a nuestra suerte. Y aquí es válido destacar la atención, colaboración y solidaridad que mostraron gran parte de los vecinos de Los Robles y San Vicente en la salida ante la ausencia de la seguridad, la policía, cuerpo médico o carteles que indicaran una flecha con la palabra “Salida” o el nombre de una calle. Han pasado los días y aún no se puede medir ni analizar el alcance de la desidia, desorganización, escasa estimación del público esperado y un sinfín de etcéteras. Mientras, todos y todas podríamos hacernos cargo de lo que nos corresponde para asumir cierto grado de responsabilidad: público, seguridad, políticos, organización y artista. Lamentablemente, parece un triste destino argentino morir en los negocios de otros./ AC-FACSO