La silicosis es una enfermedad que se conoce desde hace siglos. En América, luego del desarrollo de la minería de la plata y el oro en las zonas andinas y de la brutal explotación de la mano de obra indígena mediante modalidades de producción como la mita y el yanaconazgo, la silicosis directamente se conoció como “enfermedad de los mineros”. Así se la denomina en muchas regiones del mundo, aunque su denominación científica moderna proviene de las clasificaciones de Visconti, médico italiano que documentó enfermedades laborales ya desde 1870. Continúa siendo una enfermedad bastante común en todo el mundo y de impacto grave entre los trabajadores de diversas ramas de la producción industrial, y no sólo en la minería. Actividades industriales como la metalurgia, la industria química, producción de cemento, cerámica, marmolería, otras industrias como la producción de piedra ornamental, de pulimentos, de aislantes, y en general el trabajo en la construcción y mampostería, crean ambientes laborales que favorecen la exposición de los trabajadores a la sílice cristalina.
En el campo de la salud obrera, no hay ninguna duda que la silicosis es una enfermedad profesional. Este rótulo significa que el padecimiento adquirido por una persona está en relación directa con el desempeño de actividades determinadas en un puesto de trabajo, actividades realizadas en el marco de un proceso de producción organizado por terceros. Es decir, la persona enferma por cumplimentar tareas en el marco de una relación laboral. En el caso de esta enfermedad se consideran de muy poco peso numérico los casos de silicosis ambiental, aunque los efectos de la megaminería están haciendo repensar esta cuestión, ya que los pequeños pueblos contiguos a las explotaciones en gran escala quedan mucho tiempo sumergidos en el polvo en suspensión, producto de las explosiones que se realizan para moler la roca.
Ese es precisamente el contexto local en que se debe entender la problemática laboral de los obreros del cemento hace más de cuarenta años. La clase obrera demostraba legitimidad incuestionable en sus reclamos, y en el marco del capitalismo paternalista que había organizado las relaciones sociales de producción que llevaron a que las cementeras del Partido de Olavarría fueran las principales productoras a nivel nacional, los padecimientos provocados por las modalidades de explotación iban volviéndose evidentes. En los años ´70, la silicosis estaba clasificada legalmente como enfermedad laboral, pero los casos que la industria del cemento generaba no habían sido documentados. Por lo tanto, lo que se enseñaba en la facultad y en ámbitos académicos sobre esta enfermedad no incluía a los procesos de producción de cemento, y la medicina laboral de aquel entonces no tenía elementos para abordar legalmente la temática.
Fueron dos profesionales de la medicina olavarriense, los Dres. Buhrle y Martínez, quienes lograron formar lo que hoy, en el campo de la epidemiología ambiental, se denomina un “cluster”: agruparon cinco casos de silicosis, todos obreros expuestos durante cierto período a minerales molidos en suspensión aérea, trabajadores de la misma compañía, y les hicieron biopsias de pulmón a cielo abierto. Es decir, les abrieron el tórax, extrajeron una muestra de tejido pulmonar y lo analizaron. Aún en vida de los obreros enfermos ( luego murieron todos de la afección), realizaron una sistematización de la experiencia que después fue publicada en la revista científica más prestigiosa del momento, denominada “Prensa Médica Argentina”. La legitimación científica de esta publicación proporcionó las bases para la presentación judicial que el Dr. Carlos Alfredo Moreno realizara oportunamente, buscando iluminar las condiciones de trabajo de los obreros del cemento en Olavarría, el daño real a la salud que provocaban ciertos procesos de trabajo y el reconocimiento de que muchas actividades de la industria del cemento debían ser clasificadas como “actividad insalubre”, lo que significaba readecuar las condiciones de reproducción de la fuerza de trabajo. Y por lo tanto, significaba también mayores costos laborales para el capital, que un poco más tarde debió asumir algunos costos ambientales colocando electrofiltros en las chimeneas, lo que mejoró la calidad ambiental de la zona (cuando estaban encendidos, porque frecuentemente se apagaban para ahorrar energía eléctrica).
La brutal respuesta represiva de la dictadura militar inaugurada en marzo de 1976 no sólo sesgó muchas vidas valiosas, incluyendo la del Dr. Moreno y tantos otros luchadores. Mantuvo también el status quo de los sectores dominantes locales, que siguieron reproduciendo y ampliando su capital sin sobresaltos internos, gozando de una gran legitimidad simbólica, hasta que la dinámica de la globalización los fagocitó, durante los años ´90. Pero esto también se produjo con la continuidad de ciertas complicidades, en muchos sectores (no sólo la de los dirigentes de la industria), ya que hoy las fábricas cementeras se han transformado en incineradoras gigantescas de residuos peligrosos en gran escala, al utilizar los denominados “combustibles alternativos”, eufemismo que oculta la quema de venenos peligrosísimos por sí solos (residuos de las petroquímicas, de la industria de pinturas y solventes, residuos de hidrocarburos usados en la combustión de motores y descartes de los talleres mecánicos u otras unidades de producción, restos de solventes, neumáticos viejos, etc.) y ultra peligrosos si están combinados.
A diferencia de los años `70, nadie se está esforzando por encontrar un modelo epidemiológico que investigue siquiera cómo es la gestión ambiental actual y sus efectos en el medio ambiente local. Es decir, no es sólo la emergencia del riesgo (al convivir las poblaciones con sustancias tóxicas desconocidas y no investigadas) y la aparición de la enfermedad (en trabajadores o en población expuesta a contaminantes) como efecto de la reproducción del capital industrial el núcleo del problema. También lo son las dinámicas de decisión y comunicación por las cuáles estos temas se opacan, se trabajan mal a sabiendas, se utilizan herramientas que a priori se sabe que no van a iluminar ningún proceso, y las operaciones ideológicas por las cuáles los responsables de organizar los procesos productivos colocan las cuestiones ambientales y de salud como simples ítems en una agenda de cosmética comunicativa y “maquillaje verde”, al tiempo que la realidad cotidiana de los operarios transcurre entre el polvillo negro que los enfermará de manera aún impredecible. Fundamentalmente, otro de los núcleos del problema son los “pactos de silencio” entre intereses económicos y políticos que nos impiden construir nuestro derecho ciudadano a un ambiente sano, pactos que se reactualizan con cada fase de desarrollo del capital y con cada ciclo de renovación política-dirigencial.