Notas

Heridas de guerra

Las heridas quedan en su cuerpo y en su alma. Ricardo Moreno peleó en Malvinas, vio la muerte muy cerca y la tristeza de la rendición. En medio de eso, hay anécdotas que lo conectan con la vida y la esperanza.

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Candelaria Moreno *

Él, se encontraba sentado justo en frente mío. A su alrededor, unas paredes blancas y rojas le dejaban en claro a cualquiera su fanatismo por River Plate. Un par de cuadros, diplomas, algunas medallas y reconocimientos se veían en el hogar.
Me cebó un mate e imaginé que por esa bombilla pasaban mil historias, cientos de anécdotas, todas diferentes. Lo miré a él y podía jurar dentro de mí que no me conocía a otra persona con tantas luchas y momentos difíciles atravesados.
Observé su mirada fruncida y sus grandes ojos marrones, y pensé un poco confundida en todo lo que esos ojos habían visto. Percibí sus gestos y lo noté un poco ansioso e intrigado porque, a pesar de que había sido entrevistado miles de veces, ésta vez era diferente. Miré su tatuaje y también el mío; ambos eran iguales. Tinta negra, dos siluetas y cada línea formaba un sentimiento o una historia tatuada, tanto en la piel como en el corazón: Las Islas Malvinas.
“Les aseguro que es un héroe, de esos que dan su vida por amor”, dice una canción. Él, héroe de muchos es Ricardo Moreno, un reconocido ciudadano ilustre de Olavarría, caracterizado por la gloria y el honor. La mayoría lo conoce y lo saluda por la calle, tanto por ser excombatiente de la guerra de Malvinas, como también por su carácter solidario. Pero en su espalda lleva una mochila con otras historias, otras luchas y otras heridas, que también merecen ser reconocidas.
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En una tarde lluviosa de octubre y con un poco de viento, María Esther López Camelo, me esperaba en la vereda junto a su perro para contarme una parte de la vida de su hijo. Ella, con 86 años me explicaba con un profundo brillo en los ojos, casi como el resplandor del sol, que Ricardo “es un buen tipo y siempre fue así”.
Él nació el 20 de agosto de 1963 en la ciudad de Olavarría y desde niño siempre fue respetuoso, educado y amado por todos, describía María Esther. Era el más chico de tres hermanos. “Vivió una infancia duray siempre fue justiciero”, expresaba con orgullo de madre.

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A partir de las descripciones, y entre anécdotas y experiencias, contaba que Ricardo desde muy joven se la rebuscó para ayudar a la familia. Eran épocas muy difíciles y todos tenían que trabajar para simplemente sobrevivir. Es así, que él, con tan solo ocho años, comenzó a trabajar; salía a vender diarios en las mañanas heladas y por la tarde repartía frutas, mientras todavía iba a la escuela. Cada centavo que ganaba se destinaba al sustento de la familia.
La gran determinación, la firmeza y la lucha por sus ideales siempre le jugaron una mala pasada al joven que trabajaba y estudiaba: lo echaban o se iba de los trabajos, debido a que siempre reclamaba por lo justo y eso nunca estuvo bien visto.
María Esther es una mujer fuerte, muchos de los que la conocen dicen que se debe “a su sangre”, ya que ella es sobrina directa del Cacique Catriel (líder mapuche de nuestra región). Viuda, dos hijos fallecidos, una dictadura y una guerra son grandes las heridas que la marcaron pero, aun así, nunca hicieron que las gotas rebasaran el vaso.
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En junio de 1973, María Esther se dirigió a Ezeiza para acompañar junto a una gran multitud de argentinos a Juan Domingo Perón en su regreso definitivo al país, luego del exilio. Ella iba a ir sola, pero Ricardo (que por entonces tenía 9 años) lloraba mucho, y lo tuvo llevar. María no se imaginaba que ese día iba a marcar un antes y un después. Ese día, ocurriríala denominada “Masacre de Ezeiza”. Ambulancias, muertos, personas baleadas, heridos, gente corriendo, jóvenes llorando y muchos fueron los torturados. Pero esa gran mujer, junto a su pequeño hijo, se salvaron.
Tres años más tarde, en mayo de 1977, el contexto social-político y la historia del país, atravesaba a la familia Moreno y la hacía víctima de otra causa injusta. Secuestraron y persiguieron a cada miembro de la familia por el simple hecho de respirar peronismo en el hogar. Pero para Juan Carlos, sobrino de Esther, la historia fue diferente: lo torturaron y lo mataron por ser abogado y defensor de los trabajadores.
A pesar de todo, la familia remontó y salió adelante.
Ricardo, la figura de ésta historia, vivió una adolescencia plena, marcada por la música y el amor al futbol. “Jugué en el club El Fortín, en Calera Avellaneda y en Loma Negra”, dice.Pero, a aquel joven que soñaba con ser futbolista, el llamado a una guerra le robó los sueños y los convirtió en un anhelo.
De este modo, y de un momento para el otro, Ricardo tuvo que cambiar la pelota por el fusil. Reemplazar la camiseta por la ropa de soldado. Pasar de ser defensor de un equipo, al defensor de unas Islas. Tuvo que cambiar el ataque de un arco, por el ataque de una de las potencias colonialistas más grandes del mundo.
Ricardo y Malvinas
Entre abril y junio de 1982 nacieron muchas historias, tristes y de supervivencia, pero, en fin, nacieron historias. Así como nacieron, murieron muchos sueños y otros se convirtieron en unos vagos recuerdos. Quedaron cientos de almas allí, en los campos de batalla de las Islas Malvinas, en un enfrentamiento que convocó a chicos argentinos y a soldados británicos.

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 Ricardo era uno de ellos, uno de “los chicos de la guerra”. Con una voz calma y suave, en el cálido ambiente de su casa, y desde el otro lado de la mesa, rompe el silencio y pasando la primera valla dice: “De mi compañía fuimos solo dos. En realidad, no estaba enterado de que estaba en una guerra. Creíamos que íbamos a hacer ejercicios en Esquel, como nos habían dicho; pero cuando me dieron el arma y el equipaje, me di cuenta de que no era joda”.
Él, al igual que muchos otros, llegó a una guerra y a un campo de batalla sin previos conocimientos, siquiera, sin su propio consentimiento. Fueron engañados, les dijeron que tenían que hacer un ejercicio a otra ciudad y en realidad los enviaron a un escalofriante dilema entre el matar o morir, en el que se enfrentaban unos jóvenes contra un ejército del primer mundo.
“Acá estamos todos bien: a mis amigos y a mi familia, saludos.
El capellán Fernández, nos dijo que permanezcamos con el espíritu al cien.
Vamos a ganar.”
Ricardo Oscar Moreno. Soldado Clase 63
Escalón de Comunicaciones 181 – Puerto Argentino (9404)

“Ma, estoy comiendo mejor que en casa”, decía otra carta escrita por Ricardo en los primeros días de abril de 1982 y desde Malvinas. Esa carta, más bien un trozo de hoja con tinta borroneada, rastros de humedad y con letra desprolija, fue escrita desde una húmeda trinchera; y con un pulso inquieto o tal vez temblando a causa del frío. Aquel joven soldado, expresaba “Saludos para todos”, y le suplicaba a su hermano que por favor cuidara de la familia.
Eso era la guerra. En esas cartas escritas desde una trinchera estaba la verdad, la historia oficial. No es la misma que nos cuentan en las escuelas, las que se ven en diarios y revistas; incluso no es la misma historia que se ven en las películas. El miedo y las ganas de sobrevivir estaban allí y escritos en primera persona.
Poco a poco, y con el paso de los días, aquella realidad y conformidad que Ricardo había plasmado en la carta, iba cambiando. El abrigo comenzaba a ser insuficiente y el frío se sentía más. La comida a veces no alcanzaba y el hambre se sentía más. Las cartas no llegaban y la soledad se sentía más. Al igual que los malos tratos, los heridos y los muertos en combate aumentaban. Y fue así, que el hambre, el castigo físico y el olvido, comenzaban a ser parte de esta historia.
Hasta la furia estaba fría y Ricardo, al igual que otros de los chicos de la guerra, no parecían saber qué hacer. Estaban exhaustos, no tenían descanso y se encontraban marchando en un clima frío al que no estaban acostumbrados.
Aquellas esperanzas y orgullo que sentían los soldados cuando llegaron a las islas, se iban terminando. Ninguno de ellos sabía nada sobre aquel suelo tan deseado. Pero sentían a las Malvinas tan propias, como si los ingleses las hubiesen robado y ellos estaban allí para echarlos.
Lo veo a Ricardo, y en sus ojos y por la forma en que habla de las islas, noto un amor inmenso. Expresa un amor por esas tierras… un amor… un amor como el que cada uno siente por su hogar. Lo observo y lo pienso con 36 años menos y me cuesta imaginarlo, sentado con frio, en el medio de la nada, lejos de su familia, con frío y viendo helicópteros zumbando.
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Los días eran largos, oscuros y húmedos. Ricardo recuerda que lo único que iluminaba el cielo eran los disparos; y lo único que lo acompañaba era, de vez en cuando, la soledad y Dios.

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Y aunque la rendición estaba cada vez más cerca; la esperanza de volver todos a casa, poco a poco se bajaba. De su grupo solo quedaban dos: Un mayor y un chico llamado José María. Pero en unos de esos golpes de mala suerte, apareció un Harrier detrás de la montaña, y al pibe lo mataron. “Ese día, no paré de llorar”,cuenta Ricardo.
Finalmente, el 14 de junio llegó. Fue el día de la rendición y en un cese de hostilidades, tras varios pactos e instancias de negociación entre autoridades argentinas y británicas, el acuerdo por vía diplomática se firmaba. Es así que las tropas se retiraron y se ordenaba el alto al fuego.
Pero aquel día, la guerra no terminó. A Ricardo se lo llevaron como prisionero los ingleses. El miedo estaba más cerca, pero tardaron ocho días en devolverlo a las autoridades militares argentinas, mediante un traspaso de prisioneros.
Es así que aquel joven que soñaba con ser futbolista, pero terminó siendo el sobreviviente de una guerra y el prisionero del enemigo, llegó a la Argentina. Pisaron el suelo argentino en Puerto Madryn y aunque la gente se acercaba, los militares los alejaban. Estaban advertidos y amenazados, “ojo con lo que hablan”, recuerda Ricardo.

La otra guerra

El soldado volvió a quedar solo y con su suerte. Otra vez aquellos chicos eran enviados a una guerra, pero no en combate, sino con el propio pueblo. Un proceso de desmalvinización les dejó a aquellos luchadores el olvido y la censura como el peor castigo.
La posguerra se llevó una ola de soldados y trajo consigo muchos suicidios. Miedos, fantasmas y culpas porque muchos no volvieron. Los rostros de esos chicos fueron invisibilizados. Se tuvieron que guardar el orgullo en el bolsillo. Y aunque no tenían armamento, llevaban consigo la carga de una mochila con mucha lucha, tristeza y un silencio corporativo, que convertía a la grandeza en personas frágiles e indefensas.

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Era increíble como cientos de desconocidos enviaban cartas a modo apoyo, y en un par de líneas les hacían saber a quienes estaban luchando que había gente que los esperaba. Y aunque no los conocieran, los hacían sentir unos verdaderos soldados, pero sobre todo hijos, amigos y hermanos.
A algunos de los que volvieron no los esperaba nadie, a otros los esperaba su familia, y otros, no volvieron. Ricardo fue recibido por su familia y su “madre de guerra”. Una mujer que le enviaba cartas por azar a modo de apoyo.
“Otro día ha pasado y en la calle se hablan muchas cosas. Ricardo, te repito hasta el cansancio: Dios está con nosotros. Él se ha manifestado en muchas formas que está de nuestro lado. Ya hemos “ganado” ¿Cómo? Somos mejores. Somos amigos. Los respetamos a ustedes soldaditos de mi Patria. Hasta pronto.
Un abrazo mi macho. Mamita. Noemí”
Ella firmaba las cartas como “Noemí Acuña, mamita”. De casualidad y por cosas de la vida, sus notas y telegramas le llegaban a Ricardo estando en Malvinas. Y al regresar, ella lo esperaba. A aquel soldadito que volvía de la guerra, lo esperaba con los brazos abiertos una mujer robusta, ojos azules y con un cálido abrazo que lo hacía olvidar de todos los fríos que había pasado en las islas, recuerda Ricardo.
Noemí lo esperaba con un sweater color verde de lana, tejido por sus propias manos; y casi como por arte de magia, y otra vez de pura casualidad, aquella prenda color militar le calzó justo a su medida.
Y desde aquel día, aquella “madre de guerra” siguió su camino y Ricardo el suyo. Fue un rayo de luz en un momento de oscuridad.
Al volver a Olavarría, Ricardo se reencontró con sus seres queridos y allí estaba Susana. Alguien que lo esperaba.
“Se lo veía asustado y callado. Él no hablaba. Volvió siendo otra persona”, cuenta Susana Castro, quien es otra protagonista de la historia de Ricardo. Ella, quien hoy es su esposa, no se animaba a preguntarle a aquel joven que ahora era un desconocido, lo que había vivido. “Nadie se animaba a decir nada, por miedo a lastimarlo”, expresa esta mujer de cabello corto, con rostro bondadoso y aroma dulce.
“Me había enamorado y no me importaba si era un loco de la guerra, como decía la mayoría”, expresa la querida “Susi”. Desde aquel momento, fue su compañera y su confidente. Fue su apoyo y su guía. Le dio fuerzas en los días más fríos. Al paso del tiempo, tuvieron hijos: Claudio, Maximiliano, Franco Javier (en honor a un amigo de la guerra), Malvina y Soledad (como las islas). Pero por cuestiones injustas y de la vida, Soledad falleció.
“Sos mi cielo y mi esperanza”, son las palabras que Ricardo le escribió a Susana, un año después de la guerra. Tener esperanza después de una guerra, es realmente algo que lo sacó adelante y lo convirtió en la persona que es hoy.
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A pesar de todas las luchas, Ricardo siguió pasando por momentos difíciles que tocan en la vida. Falleció su padre, luego uno de sus hermanos y años más tarde su hermano y compañero de vida. “Es algo que no entiendo. En Malvinas nos tiraron con toneladas de bombas. Y a mi hermano lo mata una bomba, pero en la vereda de su casa. Él estaba soldando un adorno que le había regalado un amigo del ejército. Pero aquel obsequio, era una bomba. Él intentó colocarla de adorno en una reja, pero explotó”.
Aun así, con todas las heridas, Ricardo siguió luchando. Sabe lo que es pasar frío y hambre; es por eso que muchos años trabajó en comedores barriales, Juntas Vecinales, Sociedades de Fomento, centros de jubilados, en Red Solidaria y fue el presidente de la comisión de veteranos de guerra. Realmente es un reconocido ciudadano olavarriense. Además, con mucha garra y valentía fundó una biblioteca y en la actualidad es el presidente de dos: “Crucero General Belgrano” y “Biblioteca Independencia”.

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Ricardo la luchó y siempre encontró un lugar en donde refugiarse. Ese lugar se encuentra en la ayuda al otro. Y, aún así, 26 años después de la guerra, él volvió a Malvinas. Fue el 20 de noviembre cuando pisó el suelo malvinense otra vez, pero ya no como un chico de la guerra o como un joven soldado con sueños de futbolistas. Ni tampoco como cualquier otro turista. Esta vez, Ricardo era el enemigo para los isleños, incluso algunos lo miraban con recelo.
Aunque parecía que todo ya estaba dicho, con mucho coraje y valentía, el protagonista de esta historia volvió a las islas para tapar heridas y cortar espinas. “El clima fresco y ventoso, el cielo nublado y azul, los campos minados, me llevaban a otros momentos”, dice Ricardo. Ese clima era parte de un rompecabezas que nunca pudo ser armado, incluso las colinas le recordaban al día en que se rendían.
“Estaba alegre de pisar el suelo otra vez. Pero la tristeza me invadía”, expresa con valentía. Ese viaje significó para Ricardo reencontrarse con la paz en un sitio que solo le había dado guerra.
Entre anécdotas, y como un verdadero amante de la pesca, cuenta que se puso a pescar con un par de cañas prestadas justo enfrente a la casa del gobernador. Minutos más tarde aparecía la policía y con el idioma británico le daban a entender que estaba prohibido y de esta forma y con tono chistoso Ricardo respondía: “los pescados también son nuestros”.
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Aquellas heridas todavía duelen, todavía sangran y para los veteranos de guerra, las guerras nunca terminan. Las Islas Malvinas equivalen al dolor de una amputación. Es un dolor de algo que ya no está. En aquel lugar, una parte de cada joven murió. No es solamente un sentimiento. Es una parte inseparable de nuestra tierra y meta de nuestra historia. Es presente y también es futuro, es un desafío. Es un problema creado por una potencia foránea que las invadió en 1833 y sus intereses se llevaron muchos sueños en 1982.
Y, aunque no creo saber cómo explicar la cantidad de sentimientos que se reflejan en Ricardo, su historia, desde sus inicios, merece mucho más que unas cuantas líneas. Él es dueño de ésta historia y vivió en carne propia la guerra más fría que Argentina ha tenido. La Patria lo convocó a combatir en aquella isla, ubicada en medio de un desierto oceánico.
Los ojos de ese señor de temple bondadoso brillan de una manera muy particular. Su grandeza ha permanecido oculta por más de veinte años; y escribir sobre Malvinas es una tarea muy difícil. Es mucho más que una simple nota periodística en mi intento de ser periodista. Es mucho más que describir a una persona que amaneció devoto, sin preparación y formado en el miedo, en unas islas desconocidas.
Un breve silencio, e inmersa en mis pensamientos, lo miré detalladamente y me di cuenta que no me puedo despegar del relato. Ese hombre, de cabello grueso y oscuro, es mi padre. Su querida y fiel compañera, es mi madre. Su hogar, es el mío. Su amor por la patria, también es el que yo comparto. Su amor por Malvinas, también es el que siento. Su tatuaje de las Islas Malvinas, también es el que se encuentra en mi brazo. Y su historia tatuada, también es la mía.

* Voluntaria Agencia Comunica